lunes, 3 de mayo de 2010

Cristóbal Benítez: objetivo Timbuctú


EXPLORADORES

ESPAÑOLES OLVIDADOS

Cruzar el Sáhara. Ese había sido el sueño desde la infancia de un español decimonónico, Cristóbal Benítez, nacido más que probablemente en la localidad malacitana de Alahurín de la Torre, pueblo de viajeros y colonos, allá por 1857, y residente por muchos años en la evocadora ciudad de Tánger, en Marruecos, a dónde llegó de niño, junto a sus padres emigrantes. Un hombre culto e inteligente al que la mezquindad y la soberbia ajena le privaron del reconocimiento y la admiración que merecía, puesto que sin su ayuda el médico alemán de origen austriaco Oskar Lenz jamás hubiera podido cruzar las ardientes arenas del desierto, sortear las mil adversidades de un viaje sumamente peligroso y llegar sano y salvo a la otrora floreciente ciudad de Timbuctú (Timbouctou o Tombuctú), la “ciudad prohibida”, hoy decadente y destartalada urbe de Malí apenas visitada por un puñado de turistas ávidos de reconocer entre las ruinas lo que queda en pie de lo que fue: una encrucijada primero del tráfico de oro, crisol de culturas, capital del poderoso imperio Shongay, y después punto que se antojaba fundamental para el colonialismo europeo en el noreste de África.

Benítez hablaba casi perfectamente el árabe y conocía varios dialectos del imperio de Marruecos, por cuyo interior había viajado en numerosas ocasiones, empapándose de las complejas costumbres y usos de sus habitantes. Pero en 1879 Benítez había perdido casi por completo la esperanza de ver cumplido ese sueño debido, entre otras cosas, a que la misión de cruzar el desierto era poco menos que un suicidio y nadie estaba por la labor de apoyar aquella desmesurada empresa personal.

Marruecos hostil. El Sáhara, más

El interior de Marruecos era un lugar hostil para los extranjeros infieles, especialmente europeos, pero una broma comparado con la animadversión latente en el territorio del Sáhara que se extendía más allá del río Ulgas, la frontera imperial, y de la majestuosa cordillera del Atlas, cerca de donde habitaban las diferentes cabilas del Sus, el Uad-Nun y el Uad Dráa, conocidas por su ferocidad e indisposición hacía cualquier viajero procedente del viejo continente. Muchos exploradores del siglo XIX habían fallecido en el intento de cruzar el Sáhara, otros habían tenido que regresar sin éxito e incluso una expedición al completo, la del coronel Flatters, se saldó con la muerte de sus cien integrantes en una zona conocida como el Hoggar. África, en aquellos días, era la obsesión de Europa, “el teatro predilecto del apetito europeo”, como señalaba una crónica. Francia, por ejemplo, buscaba establecer una comunicación ferroviaria entre Argel y sus posesiones senegalesas a través de Timbuctú, adonde ya habían llegado franceses desde la costa Atlántica, como René Caillé, que puso sus pies en la ciudad en 1828 después de atravesar Sierra Leona y el país de los Bámbara desde Senegal. También el científico alemán Enrique Barth lo consiguió, por el río Níger, y Pablo Imbers -francés- y Alexander Gordon Laing -inglés- se cree que pudieron haber llegado, aunque el hecho de que ambos fallecieran antes de acabar sus respectivas expediciones hace difícil constatar esa posibilidad. El que sí había llegado a Timbuctú desde el norte era otro español, el almeriense Yauder Pachá (también conocido como Joder Pachá), pero cuatrocientos años atrás, en 1591, y al mando de un ejército enviado por el sultán de Marruecos y compuesto por una hueste de 5.000 hombres perfectamente pertrechados. Pero ya había llovido desde entonces y eso que por aquellas latitudes lo que es llover, llueve poco.

Un blanco perfecto

En aquel año de 1879 Oskar Lenz había sido comisionado por la Sociedad Africana de Alemania para viajar a Ceuta y desde allí realizar un recorrido por el Marruecos interior, llegar a la cadena del Atlas y estudiarla en profundidad. La ambición, la tenacidad y la decisión de Lenz le impulsaban a ir más lejos, más allá, a establecer una ruta nueva por la que nunca antes ningún europeo hubiera transitado y llegar a Timbuctú para contarlo, aunque esto contraviniera las instrucciones de la propia comisión. Pero había un problema: Lenz no hablaba árabe y su aspecto le delataba puesto que era alto, de piel muy clara, rubio y de ojos intensamente azules. Era una blanco perfecto, nunca mejor dicho. Cuenta el historiador Julio Romano en su “Los exploradores D´Almonte y Benítez que “todos le decían: ¿Con esa cara va a penetrar en Marruecos? Usted no vuelve”. Lenz se puso en contacto con Benítez, quien mantenía buenas relaciones con la colonia alemana de Tánger, para tantearle y ver si quería ser su traductor y guía en aquella singular aventura. Seguramente se sorprendió al comprobar la rapidez con la que el español respondió afirmativamente a la propuesta. Era su oportunidad para atravesar el Sáhara y no estaba dispuesto a dejar escapar ese tren. Además conocía a las autoridades y su papel sería fundamental para conseguir los salvoconductos y documentos necesarios para llegar sin problemas al menos hasta las estribaciones del desierto ardiente.

A la pareja se unió Hach-Alí-Butaleb, un moro argelino al que Lenz había conocido a través del cónsul de Alemania en Tánger, quien le informó de que este curioso personaje, que había sido expulsado de su tierra por los franceses, afirmaba haber estado ya en Timbuctú, amén de ser un experto guía de expediciones, como la que decía haber llevado a cabo hasta el Japón, cosa muy improbable, por no decir imposible. El de Omán, que tantos problemas causó durante el viaje, como ya veremos, recibiría por su trabajo, al regreso, 4.000 francos, una buena suma para alguien que por entonces no tenía qué llevarse a la boca. Un servidor judío y un criado marroquí completarían el grupo desde la salida de Tetuán, el 1 de diciembre de 1879, hasta la llegada a la primera etapa del viaje, la ciudad de Fez, residencia del sultán, periplo que se llevó a cabo con relativa tranquilidad y sin excesivos contratiempos, una vez que tanto Benítez como Lenz cambiaran sus atuendos habituales por otros más discretos, consistentes en el típico jaique y las sandalias de cuero, con objeto de pasar lo más desapercibidos posible.

Desde Fez se dirigieron a Marrakech -que Benítez en su crónica nombra como “Marruecos”, capital de uno de los reinos en los que se dividía el Magreb-, pasando por Mequinez y Rabat. Es en Marrakech, “la roja”, donde comienza la verdadera aventura. Más allá los salvoconductos no tenían apenas ningún valor y las vidas de los expedicionarios estaban en manos de la voluble Ley de Sid-Husain, de los caprichos de los jefes de las cabilas o de cualquiera de sus súbditos. “En el Sáhara ni se le paga al sultán, ni se le reza”. También en aquella majestuosa ciudad fue donde empezaron los verdaderos problemas, debido al aspecto de Lenz. Una mujer, por ejemplo, se enamoró perdidamente de él, extasiada con su mirada azul, cosa que no gustó al enfurecido marido de aquella, que tuvo que ser convencido por el propio Benítez de que “eso” se debía a un “mal de ojo”, al poder maléfico que ejercía el color del cielo que teñía el iris del alemán, y que cuando ellos se marcharan, como estaba previsto, las aguas volverían a su cauce y el recuperaría el amor de su esposa y todo volvería a la normalidad. No sería la primera vez que Benítez salvaría la vida de Lenz.

Cambio de identidad

Fue igualmente en Marrakech donde Lenz y Benítez decidieron dar un giro radical a su estrategia para alcanzar Timbuctú. Una de las primeras medidas de los expedicionarios fue someterse a un cambio radical de identidad, puesto que estaba claro que en el Marruecos profundo Lenz no hubiera pasado ni dos noches en el reino de los vivos. Oskar Lenz pasó a convertirse en el médico turco Haquín Omar (Doctor Omar), con lo que facultaba su aspecto, su pertenencia a la comunidad islámica y el hecho de que no hablara árabe. Buena jugada. Cristóbal Benítez sería Sid Abdala, jefe de la caravana y mayordomo tanto de Lenz como del tercero en discordia, Hach Alí Butaleb, que se convertiría en actor protagonista de aquella trama de falsas identidades y que se haría pasar por un cherif descendiente de Muley-el-Kader Yelali, enterrado en Bagdad, y que pretendía llegar a Timbuctú después de haber visitado piadosamente el sepulcro de su falso familiar.

La absorción de los papeles que habían decidido encarnar, que incluían práctica de oraciones y reverencias al falso cherif, se le atragantaban con frecuencia al alemán, que se olvidaba de que aquella ficción era imprescindible para que la empresa tuviera alguna posibilidad de éxito y retornaba, a propósito o sin querer, a su orgullosa realidad teutona, con lo que hacía levantar demasiadas sospechas allá por donde pasaba. Cuando por fin se metió en la piel de su personaje surgió otro nuevo problema: cuenta Benítez que Butaleb “había tomado a su papel tanto cariño que lo desempeñaba a las mil maravillas”. Tanto es así que llegó a creérselo a pies juntillas. “Cuando estábamos entre moros nos trataba con dureza y se comía lo mejor”. Eso cuando no se lo comía todo y dejaba sin nada a los demás. “A veces le temíamos, pues una palabra suya podía costarnos la cabeza”. No es de extrañar. Si Butaleb les hubiera delatado nada hubiera podido evitar que les pasaran a cuchillo. En una ocasión, incluso, el argelino les pidió el dinero que llevaban para compras y obsequios, aduciendo con descaro que “yo me he contratado de cherif y tengo que vivir con arreglo a mi jerarquía. No es justo que yo tenga el cargo y la responsabilidad y vosotros el dinero (...) Cuando os deje volveré a representar el papel de pobre, que es un papel que se representa maravillosamente bien sin ensayos”.

El peligro parecía venir por todos lados. Ya lo tenían dentro, con Butaleb, pero también fuera: en Tarudant (“donde termina Europa”, según palabras del médico alemán), camino ya de Tinduf, la muchedumbre quiso acabar con ellos con la sospecha de que se trataba de cristianos disfrazados, pero Benítez consiguió aplacar las iras del populacho dando un discurso memorable que incluso terminó con los vítores de un sector de la población. Después de aquello el malacitano, gracias a su don de gentes y a las amistades que había hecho, tuvo conocimiento por un chivatazo de un complot ideado por el hijo del jefe de una tribu para poner fin a sus vidas. El rubicundo Lenz seguía levantando suspicacias, pero allí estaba Benítez para desfacer entuertos y ayudar a que las aventuras siguieran su curso.

Inmersión en el infierno

Entre tanto, los viajeros tuvieron algún que otro golpe de suerte con connotaciones ciertamente surrealistas, como el hecho de que sus vidas quedaran protegidas por una extraña ley relacionada con una feria de saltimbanquis. En efecto, abandonada ya la ciudad de Tinduf, las primeras dunas anunciaban la presencia desafiante del desierto del Sáhara. “Frente a nosotros abría su boca caliente el desierto. ¿Nos devoraría?”, se preguntaba Cristóbal Benítez. El grupo se incorporó a una caravana de mercaderes que se dirigía a la feria de Sidi Hamed de Musa, nombre de un santón muy venerado en la zona que les protegía de cualquiera ataque puesto que estaba prohibido robar ni asesinar a nadie quince días antes y quince después del acontecimiento. Aprovecharon, además, aquel zoco para abastecerse de abalorios y chucherías con los que obsequiar a los jeques de las tribus saharauis y ya de paso comprar camellos y víveres para el durísimo trayecto que les aguardaba. Por fin, llegó el momento. Ante ellos, “el mar sin agua”. Tras su paso por la cabila de Ulad Laudicat se pusieron en marcha. Los criados moros que les acompañaban les habían abandonado, pero reclutaron otros que según sus testimonios no eran muy de fiar. Llevaban camellos, dos buenas tiendas de lona y otra de piel de camello, carabinas y revólveres, y los criados espingardas y gumias, además de latas de conserva, alcuzcuz (el famoso cous-cous), café y un buen número de odres rebosantes de agua. Hasta Timbuctú les esperaba cerca de mes y medio de camino, que hicieron casi siempre de noche, para evitar el terrible calor, aunque también de día, con objetos de arañarle al calendario unas buenas jornadas. Lenz aprovechó el viaje para estudiar la geología y ala fauna del desierto: alguna gacela, las hienas que inundaban la noche de sus ladridos rijosos, insectos, reptiles... Fueron sometidos al castigo de los vientos que hacían cambiar completamente el paisaje en apenas horas, desorientándoles. “Cuando el fortísimo viento del desierto, el simún, aúlla, tiemblan los hombres de la caravana”. No era para menos. Aunque la presencia de Lenz en el Sáhara ya no era tan extraña -incluso había una cabila llamada “de los ojos azules”-, otro inconveniente surgía cuando los exploradores se topaban con nuevas tribus, y es que nadie podía creer que tan arriesgado viaje se hiciera sin motivo aparente, es decir, sin la intención de comprar, adquirir o vender algo, ya fueran mujeres, esclavos u oro. La perspicacia e inteligencia de Benítez para convencer a los extrañados jeques locales, de nuevo, jugó de ángel de la guarda de Lenz.

Llegada a Timbuctú

Al fin, exactamente ocho meses después de su partida de Tetuán, llegaron a la bulliciosa ciudad de Timbuctú el 1 de julio de 1880. Cristóbal Benítez y Oskar Lenz, un español y un alemán, eran los primeros europeos en llegar a la mítica urbe por esa nueva ruta que transcurrió por Tánger, Alcazarquivir, Fez, Rabat, Marrakech, Tarudant, Tinduf, las salinas de Taudeni, Los pozos de Arauane, y las dunas de Azauane. Ni siquiera las rutas actuales siguen ese periplo, puesto que parten de Melilla y atraviesan el desierto por una zona más “cómoda” que atraviesa Argelia por Tlencem, Bechar y Reggane, para internarse luego en Mali por el noroeste y sortear así los peligros de las terroríficas montañas de arena.

Timbuctú era un hormiguero humano en el que reinaba la confusión y el griterío y donde se daban cita beduinos, árabes del Atlas, los sagaces comerciantes marroquíes, hebreos y negros que compraban y vendían de todo, aunque la más importante de las mercancías fuera la escasa sal, sin olvidar las nueces de cola, las camisas de seda con bordados, las finas hojas de oro, anillos, manteca vegetal, tabaco, marfil, plumas de avestruz, arroz, frutas, esclavos... Visitaron con avidez la ciudad, esponjándose de todo lo que allí acontecía, así como de sus monumentos, palacios, mezquitas y mercados, de los santones, de los fumadores de kif, de los saltimbanquis que hacían las delicias de los viajeros a cambio de unas pocas monedas, de los camelleros y de tantas extrañas criaturas humanas allí reunidas. A Timbuctú llegaban los productos del África negra y de allí partían las caravanas que se adentraban en el desierto, compuestas en algunas ocasiones por hasta doscientos y trescientos camellos.

La empresa había sido cumplida con éxito y ya no hacían falta más farsas, así que se desprendieron de sus falsas identidades y volvieron a ser Lenz, Benítez y Butaleb. Atrás quedaron Haquin Omar, Sid Abadalá y el pío cherif.

Pero allí no acabaron las aventuras y los infortunios de estos avezados viajeros. Iniciaron el camino de vuelta con destino a San Luis, en Senegal, para proceder desde allí a sus regresos respectivos a España y Alemania.. Nada más abandonar Timbuctú fueron nuevamente atacados, esta vez por piratas tuaregs que pretendían robarles. Pero con las fuerzas recobradas y la ilusión por el regreso después del éxito se defendieron a fuego, logrando que los asaltantes sacaran el pañuelo blanco y se rindieran. No fue fácil, tampoco el camino hasta San Luis. Una vez allí tomaron un vapor que les condujo hasta Santa Cruz de Tenerife, donde Lenz y Benítez se separaron. En su camino de vuelta a Alemania Lenz pasó por España y dio una conferencia en la Sociedad Geográfica el 10 de marzo de 1881. Fue entonces comparado con los más grandes y famosos de la época, como Livingstone, Stanley o Nachtingal. Pero de Benítez, nada. El propio Lenz le dedicó apenas unas líneas de elogio en el texto detallado y erudito que escribió sobre aquella hazaña, titulado “Timbouctou. Voyage au Maroc, au Sáhara et au Soudan”, escrito primero en alemán y luego en francés y publicado en París en 1887. Pronto se olvidó el alemán, recibido en su país como un héroe, de su santón particular y verdadero artífice de la gesta. Por su parte, Benítez, con un estilo mucho más sencillo, abierto y directo, escribió su crónica particular del viaje y la publicó en una serie en el Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid con el nombre de “Notas tomadas por don Cristóbal Benítez en su viaje por Marruecos, el desierto del Sáhara y Sudán al Senegal”. Cuando el siglo XIX llegaba a su fin, en 1899, publicó el libro, editado en Tánger bajo el título de “Mi viaje por el interior de África”. Una plaza en Alahurín de la Torre, la del mercado viejo, lleva el nombre del gran explorador español, que murió en el olvido en Mogador en 1924.

Luis Conde-Salazar Infiesta

Artículo publicado en Clío, Revista de Historia. Número 102.

Juan Ignacio Pombo y el gen volador


Exploradores Españoles Olvidados

A principios de la década de los años treinta del pasado siglo las cosas no pintaban bien para la aventura aeronáutica interoceánica española. En 1933 Mariano Barberán y Joaquín Collar despegaban de La Habana a bordo del “Cuatro Vientos” con destino a la ciudad de México, en la última etapa de un heroico viaje que tenía como objetivo abrir una ruta aérea entre Sevilla y Cuba para futuros vuelos comerciales. Pero su avión, un Breguet XIX con motor Hispano-Suiza, tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia en la boscosa sierra mexicana de Mazatecas. Nunca más se supo ni de los aviadores ni del aparato. Apenas dos años después de aquel suceso trágico y con el triste recuerdo todavía fresco en la memoria colectiva de la sociedad, el santanderino Juan Ignacio Pombo, hijo de Juan Pombo Ibarra -un pionero de la aviación que en 1913 voló por primera vez de la capital cántabra hasta Madrid- y hermano de Teodosio –profesor de vuelo en la Aero Escuela Estremera-, se planteaba la complicadísima posibilidad de atravesar el Atlántico sin escalas en una pequeña avioneta deportiva con potencia más que justita. Nadie hasta entonces lo había logrado en este tipo de aparatos y con tan pocos caballos en el motor. Tenía 22 años y o bien un gen le empujaba a las alturas o por su venas parecía correr sangre y combustible a partes iguales. ¿Qué otra cosa podía ser si con 15 años y sólo seis horas de instrucción ya estaba pilotando con mando único? ¿Cómo podría ser si no que recién entrado en la veintena ya estaba dando la vuelta a España en un aeroplano haciendo publicidad de Santander como lugar de veraneo? Tras no pocas negativas consiguió por fin, gracias al apoyo genético y al de no pocos amigos, el visto bueno de la Diputación Provincial de Cantabria, del gobernador civil de Santander y, algo más tarde, del presidente del Gobierno Alejandro Lerroux, quien puso a su disposición 25.000 pesetas para sufragar parte de los elevados costes de la aventura. Lo demás vendría por la vía privada. El problema era triple: por una parte escoger el lugar de este lado del océano desde dónde dar el salto; la segunda cuestión era a dónde llegar; la tercera, qué nave utilizar. El punto elegido para lanzarse a cruzar el Atlántico fue Barthurst, capital de la Gambia británica. El lugar de destino, Natal (Brasil). La avioneta, una Eagle 2 de la British Aircraft modificada con un motor Gipsy Major de cuatro cilindros y 130 caballos. Una vez eliminados los asientos de pasajeros y liberado el espacio para el equipaje el aeroplano fue rediseñado con un depósito auxiliar que permitía una carga total de combustible de 694 litros de gasolina y 25 más de aceite. Manos a la obra. Pombo partió de Santander con su flamante aeronave, llamada como la ciudad norteña y pintada de blanco con bandas rojas (los colores heráldicos cántabros), un 12 de mayo de 1935. Tras varias escalas por la costa occidental africana llegó a Barthurst (hoy Banjul). Desde allí emprendería su arriesgada aventura. No llevaba paracaídas, ni radio y debía navegar a la estima puesto que tampoco tenía radiogoniómetro ni sistemas astronómicos de navegación. Algunos llegaron a calificar la empresa de “infanticidio”. Despegó el 20 de mayo. Después de dieciséis horas y cuarenta y siete minutos y tras sufrir lluvias, tormentas y vientos impetuosos Pombo llegaba a Natal. Había recorrido 3.160 kilómetros. Nunca antes había hecho nadie nada parecido. Después de la hazaña tenía previsto llegar a México en un emotivo homenaje a los malogrados Barberán y Collar. Tras tocar en ocho países americanos en doce etapas más o menos cortas y sufrir de camino una operación de apendicitis Pombo llegó por fin a la capital azteca, donde fue recibido como un auténtico héroe por una enfebrecida multitud, como lo estaría la que le hizo los honores tras su regreso a Santander. Atrás quedaron cerca de 16.000 kilómetros y 76 horas de vuelo. Un año después los sueños de aventura se transformaron en pesadillas de guerra. Pombo sirvió en el Ejército y terminado el conflicto intestino marchó a México, donde vivió durante cerca de 30 años. Murió en 1985 en Santander.

Luis Conde-Salazar Infiesta

Artículo publicado en ABC el 25 de Agosto de 2009

Rafael Castro Ordóñez, disparos que dejan huella


Exploradores Españoles Olvidados

En la primavera de 1862 el meritorio pintor madrileño Rafael Castro Ordóñez, nacido en 1830 y formado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, recibió un encargo muy especial que marcaría el resto de su corta existencia: fue nombrado dibujante-fotógrafo de la Comisión Científica del Pacífico (1862-1865). Aquella era una gran expedición que tenía como misión el estudio profundo de la zoología, botánica, etnografía y geografía americanas en pleno auge del panhispanismo de la Unión Liberal, que además de reverdecer laureles llevaba consigo el estratégico plan de implementar la presencia española en los antiguos territorios constituidos ya como nuevas repúblicas independientes. No se sabe con certeza si Castro tenía conocimientos fotográficos pero sí que a partir de su nombramiento estuvo bajo la tutela y enseñanzas del pionero británico Charles Clifford (1819-1863), residente por entonces en Madrid, quien le instruyó de manera intensiva en las técnicas y métodos de esta novedosa forma de “pintar con luz”, lo más de lo más en los ambientes sofisticados capitalinos. El artista sustituía así al convaleciente Rafael Fernández Moratín -sobrino del poeta y dramaturgo Leandro Fernández Moratín-, aquejado de una grave enfermedad y de muchas dudas sobre el éxito de aquella misión, encargada por el Ministerio de Fomento y presidida por el marino retirado y coleccionista de conchas Patricio M. Paz Membiela. También formaron parte del grupo Marcos Jiménez de la Espada, Fernando Amor, Francisco de Paula, Manuel Almagro, Juan Isern y Bartolomé Puig. En agosto partieron de Cádiz los expedicionarios a bordo de dos fragatas con nombres tan significativos como “Resolución” y “Triunfo”. Una vez en América se les uniría la goleta Covadonga. Era la primera vez que una gran expedición científica española llevaba consigo una cámara fotográfica, que nada tenía que ver con los equipos ligeros diseñados posteriormente. Aquello, más que un “arma” que disparaba para capturar instantes era un armatoste muy pesado, incómodo y sumamente delicado que requería de constantes mimos y fornidas espaldas para su traslado de un sitio a otro. Más cuando los terrenos que se iban a pisar eran montañas escarpadas, selvas, pantanales, desiertos y ríos de los de echarse a temblar, con cambios de temperatura que oscilaban entre los muchos grados bajo cero a los muchos sobre cero, en ambientes que podían ser tanto secos en extremo como insoportablemente húmedos. Pero además de tomar fotografías y bocetos Castro debía escribir la crónica del viaje, o por lo menos la del suyo –la expedición se fragmentó en varias ocasiones- para que fuera publicada en el periódico El Museo Universal y los lectores españoles pudieran seguir las andanzas de aquella magna expedición a través de artículos de marcado carácter romántico, fieles al espíritu de su época. Castro, un hombre enérgico, independiente y de fuerte carácter mostró pronto sus discrepancias con la política de la Comisión, más proclive a la inmensidad que a la intensidad, y que no permitía largas estadías en ningún punto, lo que mermaba la eficacia de los trabajos de campo y extenuaba a los integrantes del grupo, incluido Castro, que veía con amargura cómo el tiempo se le echaba encima sin poder profundizar en el conocimiento de los sitios que visitaba. Aún así dejó constancia de su labor en más de 300 placas fotográficas y un gran número de bocetos realizados a lo largo de su fatigoso periplo, que le llevó de Brasil a las Malvinas, de allí a Santiago de Chile y, por la costa pacífica hasta California, tocando en numerosos puntos y con algunas incursiones al interior (los Andes, el desierto de Atacama, el lago Titicaca o las minas de Potosí, entre otros). Tras su regreso a España, a principios de 1865, el fotógrafo vio como las autoridades le daban la espalda, negándole el derecho a un sueldo como comisionado, puesto que su trabajo había finalizado ya. El 2 de diciembre de aquel mismo año agarró un arma y se disparó un tiro en el corazón. Tenía 35 años.

Luis Conde-Salazar Infiesta

Artículo publicado en ABC el 8 de Agosto de 2009

Pedro Enrique de Ibarreta, el aventurero total (una vida de película)



EXPLORADORES ESPAÑOLES OLVIDADOS

El Pilcomayo, “Río de los Pájaros”, nace en los Andes y transcurre por Bolivia y los límites fronterizos de Argentina y Paraguay. Es un cauce fluvial tortuoso como pocos. Tan pronto se detiene, estanca y desvía por innumerables caños como se convierte en un torrente no apto ni para peces. Su agua es salobre y el fondo y las orillas fangosas. En algunos tramos se convierte en un lodazal. La selva enmarañada lo escolta y algunos asentamientos indígenas tobas, orejones y pilagás, no siempre amigables, lo salpican. Desde la llegada de los españoles a América muchos han sido los que han intentado infructuosamente adentrarse en sus tripas y muchos también los que allí se han dejado la vida. Uno de ellos el bilbaíno Pedro Enrique de Ibarreta Uhagón (1859-1898), explorador a la vieja usanza, fuera de su tiempo, desmedido, temerario y valiente. No era exactamente un aventurero, sino el sentido mismo de la aventura. Como no parecía saber lo que era imposible, lo hacía. Fuerte y ágil, tenía un punto de gamberro inconformista que producía serios quebraderos de cabeza a su noble familia. Tomó el camino del exilio a Francia e Inglaterra con el estallido de la Tercera Guerra Carlista (1872-1876). A su regreso a España ingresó en la Academia Militar de Ingenieros de Guadalajara. En un intento por erigirse como líder, un compañero arrogante le retó a un duelo a pistola. Le tocaba a Ibarreta disparar primero, pero cedió el turno. El tembleque se apoderó del adversario, que tan sólo consiguió alcanzarle en una mano. Ni se inmutó. Tampoco respondió al ataque y dio por bueno el resultado del lance. El que no vio tan bien aquello fue su padre, que le sacó de allí, harto ya de tanta incompostura. Ese fue el principio de una vida de película que comenzó con su llegada a Argentina, donde sacó el título de geógrafo. Fue contratado en calidad de agrimensor por el mecenas Carlos Casado del Alisal, que había comprado una importante extensión de terreno del gran Chaco, región inhóspita y muy peligrosa que duplica en superficie a la de España. Apoyado por un puñado de hombres se adentró en aquellas tierras tan pronto abrasadas por el Sol como inundadas porla lluvia. Hambre, sed, calor y frío fueron los compañeros de viaje. También algún que otro jaguar, felino de más de cien kilos que puede matar a una persona como quien silba. Pero no a Ibarreta, que sufrió el ataque de uno y salió casi ileso.

Muerto por primera vez

Ante la ausencia de noticias y en vista del tiempo transcurrido desde su partida las autoridades decidieron darles por muertos. Se celebraron funerales y la familia de Ibarreta fue informada de su fallecimiento. Pero al cabo de ocho meses aparecieron, poco sanos pero salvos. No contento se alistó en otra nueva aventura, esta vez en Paraguay en busca del llamado Quebradero colorado, un árbol de madera muy dura utilizada para la construcción de traviesas de ferrocarril. Ibarreta enfermó de gravedad y regresó a España. Pero en 1895 estalló la Guerra de Cuba y decidió que su sitio como patriota estaba allí. No se alistó en el Ejército sino que se hizo guerrillero sufragándose él mismo los gastos. Tenía por entonces 26 años. Otra vez a España y de nuevo a Argentina, desde donde pasó a Bolivia en busca de oro. Pero su intención real era emprender un viaje exploratorio por el Pilcomayo, que intuyó podría ser navegable hasta su desembocadura en el Paraguay. Consiguió permisos, pero no dinero. Lo tuvo que poner de su bolsillo. El 23 de junio de 1898 el grupo expedicionario, compuesto por trece personas, partía de la Colonia Crevaux, llamada así en honor del explorador Jules Crevaux, muerto en 1882 a manos de tobas cuando intentaba descender por aquellas aguas endemoniadas. Tras agotadoras jornadas de lento avance llegó la verdadera penuria, cuando arribaron a los Esteros de Patiño, una planicie cubierta por fango pegajoso y alta hierba. Ante la imposibilidad de proseguir Ibarreta decidió quedarse en una toldería toba con Telesforo Burgos –casi inmóvil por reumatismo- y el jovencísimo Manuel Díaz, de 14 años, incapaz de hacer más esfuerzos. Los demás irían a Formosa a buscar ayuda. Sólo llegaron dos, con el diario de la aventura. Una tarde, dos de los hijos del cacique Cubataga, Danasagi y Juanito, engañaron a Ibarreta haciéndole creer que le venderían una oveja. Mientras uno parlamentaba el otro se acercó por detrás, le golpeó en la cabeza y le hundió el cráneo. Luego fue degollado y decapitado. Sus dos compañeros corrieron la misma suerte. Según contó un comerciante amigo de los tobas, estos le dijeron que también se los comieron.

Luis Conde-Salazar Infiesta

Artículo publicado en ABC el 11 de Agosto de 2009



Antonio de Montserrat, embajada en subida


Aventureros Españoles Olvidados

Goa (India portuguesa), 1579. A la ciudad, sede principal de la Compañía de Jesús en Asia, ha llegado una embajada del Gran Mogol, Akbar, que requiere de la presencia en Fatehpur Sikri, capital de su extenso reino del norte, de representantes de la fe católica para ser instruido en los evangelios. Equívocamente las autoridades religiosas convinieron que el monarca de esta dinastía deseaba convertirse y pronto nombraron una comitiva diplomática de respuesta compuesta por tres sacerdotes: Francisco Henríquez, un converso persa que haría las veces de traductor; Rodolfo Acquaviva, joven napolitano de noble familia; y Antonio de Montserrat, nacido en Vich (Barcelona) en 1536 y que llevaba ya cinco años en aquella parte del mundo, por la que siempre había mostrado especial interés desde su ordenación, fechada en Lisboa en 1561. Lo cierto es que Akbar se había inventado ya una especie de macedonia religiosa con base islámica y pedacitos de otras creencias. Pero le interesaban todos los credos y ver qué es lo que podía incluir de los demás en los postulados del suyo. Montserrat pronto se erigió como líder carismático del grupo debido a su vasta formación y a un especial don para tratar con grandes personajes. Tanto es así que en el transcurso del año que pasó en Fatehpur, ciudad a la que el grupo llegó tras una dura travesía por mar y tierra en la que el propio Montserrat cayó gravemente enfermo, se convirtió en hombre de confianza del dirigente, siéndole otorgada incluso la instrucción de su hijo, Murad. La paz de aquellas sosegadas conversaciones se vio interrumpida cuando Akbar preparó una expedición militar a Afganistán. Decidió que Montserrat le acompañara, y así lo hizo. Allí pudo comprobar el potencial guerrero de las tropas mogolas, sustentado por la fuerza de los miles de elefantes que llevaban consigo, a los que según el jesuita les daban de comer carne de tigre mezclada con su dieta vegetariana para volverlos más fieros. Durante la campaña, que se extendió durante todo el año de 1581, el catalán recorrió Pakistán, Cachemira, Delhi, el Punjab, parte del suelo afgano, la cordillera del Hindu Kush y la falda sur del Himalaya, manteniendo contacto con poblaciones tibetanas. Fruto de aquel viaje dejó dibujado el primer mapa de esas excelsas montañas, una pequeña joya cartográfica (de apenas 18x11 centímetros) que mantuvo su vigencia hasta siglos después por lo detallado y acertado en términos geográficos de sus descripciones, que incluían todo el subcontinente indio. Pero a Montserrat le esperaban otras aventuras. De regreso a Goa le fue encargada otra doble misión: viajar a Etiopía para establecer contacto con el rey de Abisinia y reconfortar a dos hermanos desasistidos y ancianos. A Montserrat le acompañaba un jovencísimo sacerdote madrileño, Pedro Páez, que con el tiempo descubriría las fuentes del Nilo Azul. Ambos se hicieron pasar por mercaderes armenios pero cuando llegaron a las costas del actual Omán por el Índico fueron denunciados por el patrón árabe del barco, hechos prisioneros y conducidos por el desierto, a pie tras una caravana de camellos, hasta Haymin, en el remoto interior de Yemen, residencia del sultán de Hadramaut. Siete años duró su cautiverio, entre idas y venidos por territorios inhóspitos jamás pisados antes por un europeo. Durante algunos meses del año de 1595 los dos jesuitas fueron encadenados en galeras en dos naves turcas con puerto en Mokka (Yemen). Al final se pagó por ellos un rescate y les fue devuelta la libertad. Montserrat volvió a Goa en 1596, pero sus maltrechos huesos estaban ya para pocos trotes. Murió en 1600 en la isla de Salsete, tras una larga agonía. Su obra escrita no fue descubierta hasta 1906, más de 300 años después de su fallecimiento.

Luis Conde-Salazar Infiesta

Artículo publicado en ABC el 28 de Julio de 2009

La increíble historia de Gregorio de Robles, el labrador-espía

Aventureros Españoles Olvidados

Tener 29 años en la España de finales del siglo XVII no era precisamente ser un jovencito con batería suficiente como para lanzarse a la conquista del conocimiento del mundo, más cuando llegar en esos tiempos a los 35 ya era haber vivido. En el borde de la treintena estaba Gregorio de Robles, labrador pobre y analfabeto nacido hacia 1659 en Moral de Calatrava (Ciudad Real, entonces perteneciente a la diócesis de Toledo), pueblecito sin más recursos que los que brotaban del suelo, que no eran muchos. Animado por no se sabe qué relato sobre esas tierras fabulosas que esperaban al otro lado del Atlántico el bueno de Robles, que no sabía leer ni escribir y que posiblemente no habría ido nunca a más allá de diez millas de su casa, agarró lo poco que tenía, se fue a Sevilla y de allí a Cádiz a servir en las levas destinadas al nuevo continente. Lo que le ocurrió en los siguientes catorce años de viaje casi ininterrumpido es, cuando menos, asombroso. Llegó a ser espía por cuenta propia de las operaciones de contrabando que ingleses, franceses y holandeses llevaban a cabo en los dominios españoles del Caribe insular y continental; analista crítico de posiciones militares estratégicas; montañero por los Andes; cautivo de piratas; mercachifle; descriptor de paisajes, ciudades y pueblos recónditos; explorador selvático; por un tiempo superviviente a base de dádivas y limosnas, por otro huésped de honor del presidente de la Audiencia de Quito... Pero, sobre todo, fue un patriota desinteresado que salió “A ver mundo y servir a S.M.”, Carlos II de España y sus Indias. ¿Cómo pudo tomar notas un hombre que desconocía la escritura y lograr además que su relato oral, contrastado por otros documentos históricos de la época, fuera de una exactitud tan sorprendente? Sencillo: ni apuntó nada ni falta que le hizo. Robles, además de tener una perspicacia sin límites, don de gentes y un inconmensurable deseo por conocerlo todo, era poseedor de eso que llamamos hoy memoria fotográfica. Catorce años escritos con tinta indeleble en su muy bien armada cabeza. Todo empezó al poco de llegar a América, en 1688, cuando comprobó con pena y rabia cómo en Cuba, Santo Domingo, Trinidad y Jamaica (tomada por los herejes ingleses en 1656) las potencias extranjeras traficaban ilícitamente con azúcar, tabaco, oro, perlas y esmeraldas ante las narices de los españoles, que nada podían hacer dada la escasez de fortificaciones estratégicas y efectivos militares para el control comercial de la zona. Dispuesto a informar sobre este asunto se propuso llegar a Quito. Así que cerca de Cartagena (Colombia) se subió a una canoa y remontó el poderoso río Magdalena, llegó a Lima y después a su destino fijado. De vuelta a las Antillas sufrió su primer secuestro, por piratas franceses, que se hicieron con sus “servicios”, llevándole de correrías hasta el Cabo de Buena Esperanza (Sudáfrica) y el de Hornos. Fue liberado en las costas de Portugal. Pero en vez de volver a España, volvió a América, pateándosela sin descanso. Años más tarde, cuando intentaba llegar por mar a Veracruz (México) para ir a Filipinas una balandra holandesa capturó su embarcación y tras pasar cautivo una temporada en la isla neerlandesa de Curazao, frente a las costas de Venezuela, acusado de espionaje, fue transportado a Amsterdam, desde donde inició por tierra su camino de regreso a España. Sus informaciones suscitaron gran interés entre las autoridades y por ello fue llamado a declarar en 1704 ante el Consejo de Indias. Pero dejó las cerca de cien hojas con sus palabras transcritas sin firmar porque, sencillamente, no sabía. Se llevó por la relación 20 ducados en pago de servicios, una pastita para la época.

Luis Conde-Salazar Infiesta

Artículo publicado en ABC el 21 de Julio de 2009

Pequeñas y grandes historias



Si alguien con la necesaria santa paciencia tuviera valor y tiempo para trazar sobre un globo terráqueo las líneas que marcan las rutas de los exploradores, aventureros y grandes viajeros españoles de la Historia notaría al finalizar la pesada tarea que apenas quedarían espacios sin marcar sobre la esfera. Es manifiesto que mucha gente identifica la exploración española casi exclusivamente con la conquista y colonización de América y, en menor medida, con la del Pacífico Sur. Sin embargo la realidad es que la presencia de nuestros ancestros en el mundo a lo largo del tiempo ni se limita a un continente ni tiene por apellido el de “conquista” o “colonia”. Los logros de la exploración española son más que notables no sólo en las nuevas tierras que pisó Colón y que durante siglos exploraron sin descanso cientos de aventureros, soldados o no, que en buena parte de los casos marchaban para no volver. La triste realidad es que mientras que en España son muy conocidas las figuras de Livingstone, Stanley, Cook, Amundsen, Shackelton o Burton, pocos son los que saben que la primera mujer que escribió un libro de viajes era de Galicia, se llamaba Egeria y recorrió en el siglo IV buena parte del sur de Europa y norte de África para llegar a los Santos Lugares; que Antonio de Montserrat, un jesuita catalán, fue el primero que alzó un mapa del Himalaya; que Pedro Páez fue quien descubrió las fuentes del Nilo Azul; que Domingo Badía, escondido bajo la identidad de Alí Bey, fue el primer europeo moderno que puso sus pies en La Meca antes que Richard Burton; que cientos de especies animales o vegetales de todo el mundo llevan en su nombre científico impreso el de sus descubridores españoles; que los ojos de Gabriel de Castilla fueron los primeros en contemplar la maravillosa y gélida Antártida; que el descubrimiento de que La Tierra está achatada por los polos se debe a la diligente labor de los marinos Antonio de Ulloa y Jorge Juan; o que los viajeros ilustrados de nuestro país llevaron a cabo en su momento una ingente labor de investigación tecnológica y científica que marcó el destino de futuros viajes, de nuevas rutas y de mayores y mejores posibilidades para conectar el mundo, intercambiar materias, abrazar culturas y alcanzar horizontes antes impensables.

Hace casi un lustro Diego de Azqueta, vicepresidente de la SGE, planteaba la idea de llevar cabo un proyecto absolutamente necesario con el que reivindicar ese lugar de privilegio que debían ocupar no sólo los grandes exploradores españoles o al servicio de España, sino también y sobre todo esos incomprensiblemente desconocidos y olvidados aventureros, científicos, viajeros, diplomáticos o escritores que merecían ver su nombre grabado con letras de oro en la historia universal de los descubrimientos geográficos de todos los tiempos por su hazañas, logros o, en muchos casos, simplemente por su capacidad para asombrar. Era el germen del Atlas de los Exploradores Españoles, hoy una realidad editorial que ve la luz gracias a un equipo humano generoso en el esfuerzo y entregado con denuedo a la tarea.

No sólo son los que están

Había que empezar la casa por los cimientos, así que el primer paso era elaborar un listado de personajes sobre una división cronológica que quedó finalmente fijada en ocho capítulos correspondientes a definitorias etapas de nuestra Historia relacionadas muy directamente con la presencia española en el mundo. El problema no era ya a quien incluir, si no a quien descartar. El espacio, ese tirano limitador, no permitía sobrepasar un número determinado de páginas y por ello esas interminables listas –que sorprenderían por su extensión a más de uno- se fueron acotando irremisiblemente. Luego estaba el problema de la “excelencia”. Había, por supuesto, que incluir a los grandes pero ¿Cómo equiparar en extensión de texto a un Colón que descubrió un continente con un Kino que fundó California? El problema quedó resuelto cuando se establecieron tres tipos de textos que una vez maquetados ocuparían una, dos o tres páginas, según la notoriedad del personaje o del grupo de personas que componían uno o varios viajes entroncados en un objetivo común. Sí, grupos, como los formados por los viajeros de la antigüedad desde España, los mineralogistas, las expediciones botánicas, las comisiones científicas, los viajes andaluces o las epopeyas aeronáuticas ya en el siglo XX. Si bien es cierto que el Atlas tiene 198 entradas el número de biografías es mayor gracias a que muchos expedicionarios que de otro modo hubieran quedado descartados consiguieran “entrar” a formar parte de este libro. Tras interminables reuniones entre el director de la obra Pedro Páramo, el editor científico Manuel Lucena, la editora gráfica Marga Martínez y yo mismo se fueron definiendo, muy poco a poco, espacios y extensiones, ilustraciones y grabados, mapas –en muchos casos inexistentes hasta entonces y que fueron elaborados casi artesanalmente para ser enviados al servicio de cartografía de Geoplaneta- y fotografías. Con buen criterio se decidió contar con los mejores especialistas en determinado tipo de personajes, para que aportaran una visión nueva de marcado carácter divulgativo estableciendo previamente un “estilo” (sin libro) que no produjera desajustes con los otros, cercanos a una forma periodística de entender y valorar las rutas de nuestros viajeros o exploradores para llegar al mayor número de lectores posible. Dieron el “sí, quiero” autores de la talla de Felipe Fernández-Armesto, Marina Alfonso Mola, Juan Pimentel, Luis Pancorbo, Javier Reverte, Salvador Bernabéu, María Dolores González Ripoll o Luisa Martín-Merás, entre otros. Pero algo sí estaba claro desde el principio: la importancia del viaje en sí, los lugares transitados, los hitos geográficos recorridos. La ruta, en definitiva, enmarcada en un contexto histórico y unida a una peripecia biográfica en la mayoría de los casos inseparable del espíritu por alcanzar lejanías. Mientras Marga Martínez negociaba la cesión de material gráfico el historiador Manuel Lucena suministraba los vitales aportes bibliográficos sobre los que daría comienzo el proceso de investigación. Fue en ese proceso cuando el proyecto alcanzó su verdadera esencia: unos personajes, en mayor o menor medida conocidos, nos acercaban a otros completamente desconocidos pero no por ello menos extraordinarios. Casos como el del labrador-espía Gregorio de Robles, el aventurero Enrique de Ibarreta (cuyas hazañas quedaron ecplisadas en noticias y periódicos por el estallido de la guerra hispano-estadounidense de 1898), son sólo algunos de los “descubrimientos” que fuimos realizando por el camino. Con el material de cuya fiabilidad se ocupaba de garantizar Lucena comenzaba el proceso de escritura y la vida de encierro en un despacho atiborrado de libros, papeles, documentos, ordenadores, atriles y tazas vacías de café, cuando no en inacabables sesiones en la Biblioteca Nacional o en la Tomás Navarro Tomás del Centro de Humanidades del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, por citar sólo dos. Una vez elaborados los textos –cuya dificultad estribaba precisamente no ya en qué incluir sino en qué eliminar- estos pasaban a manos del Doctor Lucena, investigador científico titular del CSIC, cuya peligrosa misión era evitar las inferencias y las anacronías históricas, además de contrastar los datos expuestos para evitar errores de juicio en la redacción. Una ingente labor que se completaba con la no menos de Pedro Páramo, enfrascado en la tarea de dar forma periodística a todos esos bloques de forma que, de alguna manera, aunque lejanos en el tiempo, aquellos hechos tuvieran una cercanía estructural. Mientras tanto se iban recogiendo datos para la elaboración de los mapas –un empeño justificado del gran impulsor de esta obra colectiva, Diego de Azqueta- con dificultades añadidas ya que los topónimos de la América del siglo XVI, por ejemplo, poco o nada tienen que ver con los actuales. Algunos han cambiado de nombre, otros están en lugares diferentes a sus emplazamientos originales y no pocos ya ni existen. Una vez aprobados los textos pasaban a manos de las editoras de Geoplaneta María García Freire y Marta García García para su corrección e inclusión en las maquetas. Pero el espacio era el espacio y seguía siendo un tirano, así que los textos eran nuevamente devueltos para ajustarlos milimétricamente al número exacto de caracteres por entrada.

El resultado aquí está. Fue duro. Tres teclados cayeron. Pero fue hermoso.

Luis Conde-Salazar Infiesta. Autor.

Artículo publicado en el Boletín de la Sociedad Geográfica Española en Diciembre de 2009.