lunes, 3 de mayo de 2010

Pequeñas y grandes historias



Si alguien con la necesaria santa paciencia tuviera valor y tiempo para trazar sobre un globo terráqueo las líneas que marcan las rutas de los exploradores, aventureros y grandes viajeros españoles de la Historia notaría al finalizar la pesada tarea que apenas quedarían espacios sin marcar sobre la esfera. Es manifiesto que mucha gente identifica la exploración española casi exclusivamente con la conquista y colonización de América y, en menor medida, con la del Pacífico Sur. Sin embargo la realidad es que la presencia de nuestros ancestros en el mundo a lo largo del tiempo ni se limita a un continente ni tiene por apellido el de “conquista” o “colonia”. Los logros de la exploración española son más que notables no sólo en las nuevas tierras que pisó Colón y que durante siglos exploraron sin descanso cientos de aventureros, soldados o no, que en buena parte de los casos marchaban para no volver. La triste realidad es que mientras que en España son muy conocidas las figuras de Livingstone, Stanley, Cook, Amundsen, Shackelton o Burton, pocos son los que saben que la primera mujer que escribió un libro de viajes era de Galicia, se llamaba Egeria y recorrió en el siglo IV buena parte del sur de Europa y norte de África para llegar a los Santos Lugares; que Antonio de Montserrat, un jesuita catalán, fue el primero que alzó un mapa del Himalaya; que Pedro Páez fue quien descubrió las fuentes del Nilo Azul; que Domingo Badía, escondido bajo la identidad de Alí Bey, fue el primer europeo moderno que puso sus pies en La Meca antes que Richard Burton; que cientos de especies animales o vegetales de todo el mundo llevan en su nombre científico impreso el de sus descubridores españoles; que los ojos de Gabriel de Castilla fueron los primeros en contemplar la maravillosa y gélida Antártida; que el descubrimiento de que La Tierra está achatada por los polos se debe a la diligente labor de los marinos Antonio de Ulloa y Jorge Juan; o que los viajeros ilustrados de nuestro país llevaron a cabo en su momento una ingente labor de investigación tecnológica y científica que marcó el destino de futuros viajes, de nuevas rutas y de mayores y mejores posibilidades para conectar el mundo, intercambiar materias, abrazar culturas y alcanzar horizontes antes impensables.

Hace casi un lustro Diego de Azqueta, vicepresidente de la SGE, planteaba la idea de llevar cabo un proyecto absolutamente necesario con el que reivindicar ese lugar de privilegio que debían ocupar no sólo los grandes exploradores españoles o al servicio de España, sino también y sobre todo esos incomprensiblemente desconocidos y olvidados aventureros, científicos, viajeros, diplomáticos o escritores que merecían ver su nombre grabado con letras de oro en la historia universal de los descubrimientos geográficos de todos los tiempos por su hazañas, logros o, en muchos casos, simplemente por su capacidad para asombrar. Era el germen del Atlas de los Exploradores Españoles, hoy una realidad editorial que ve la luz gracias a un equipo humano generoso en el esfuerzo y entregado con denuedo a la tarea.

No sólo son los que están

Había que empezar la casa por los cimientos, así que el primer paso era elaborar un listado de personajes sobre una división cronológica que quedó finalmente fijada en ocho capítulos correspondientes a definitorias etapas de nuestra Historia relacionadas muy directamente con la presencia española en el mundo. El problema no era ya a quien incluir, si no a quien descartar. El espacio, ese tirano limitador, no permitía sobrepasar un número determinado de páginas y por ello esas interminables listas –que sorprenderían por su extensión a más de uno- se fueron acotando irremisiblemente. Luego estaba el problema de la “excelencia”. Había, por supuesto, que incluir a los grandes pero ¿Cómo equiparar en extensión de texto a un Colón que descubrió un continente con un Kino que fundó California? El problema quedó resuelto cuando se establecieron tres tipos de textos que una vez maquetados ocuparían una, dos o tres páginas, según la notoriedad del personaje o del grupo de personas que componían uno o varios viajes entroncados en un objetivo común. Sí, grupos, como los formados por los viajeros de la antigüedad desde España, los mineralogistas, las expediciones botánicas, las comisiones científicas, los viajes andaluces o las epopeyas aeronáuticas ya en el siglo XX. Si bien es cierto que el Atlas tiene 198 entradas el número de biografías es mayor gracias a que muchos expedicionarios que de otro modo hubieran quedado descartados consiguieran “entrar” a formar parte de este libro. Tras interminables reuniones entre el director de la obra Pedro Páramo, el editor científico Manuel Lucena, la editora gráfica Marga Martínez y yo mismo se fueron definiendo, muy poco a poco, espacios y extensiones, ilustraciones y grabados, mapas –en muchos casos inexistentes hasta entonces y que fueron elaborados casi artesanalmente para ser enviados al servicio de cartografía de Geoplaneta- y fotografías. Con buen criterio se decidió contar con los mejores especialistas en determinado tipo de personajes, para que aportaran una visión nueva de marcado carácter divulgativo estableciendo previamente un “estilo” (sin libro) que no produjera desajustes con los otros, cercanos a una forma periodística de entender y valorar las rutas de nuestros viajeros o exploradores para llegar al mayor número de lectores posible. Dieron el “sí, quiero” autores de la talla de Felipe Fernández-Armesto, Marina Alfonso Mola, Juan Pimentel, Luis Pancorbo, Javier Reverte, Salvador Bernabéu, María Dolores González Ripoll o Luisa Martín-Merás, entre otros. Pero algo sí estaba claro desde el principio: la importancia del viaje en sí, los lugares transitados, los hitos geográficos recorridos. La ruta, en definitiva, enmarcada en un contexto histórico y unida a una peripecia biográfica en la mayoría de los casos inseparable del espíritu por alcanzar lejanías. Mientras Marga Martínez negociaba la cesión de material gráfico el historiador Manuel Lucena suministraba los vitales aportes bibliográficos sobre los que daría comienzo el proceso de investigación. Fue en ese proceso cuando el proyecto alcanzó su verdadera esencia: unos personajes, en mayor o menor medida conocidos, nos acercaban a otros completamente desconocidos pero no por ello menos extraordinarios. Casos como el del labrador-espía Gregorio de Robles, el aventurero Enrique de Ibarreta (cuyas hazañas quedaron ecplisadas en noticias y periódicos por el estallido de la guerra hispano-estadounidense de 1898), son sólo algunos de los “descubrimientos” que fuimos realizando por el camino. Con el material de cuya fiabilidad se ocupaba de garantizar Lucena comenzaba el proceso de escritura y la vida de encierro en un despacho atiborrado de libros, papeles, documentos, ordenadores, atriles y tazas vacías de café, cuando no en inacabables sesiones en la Biblioteca Nacional o en la Tomás Navarro Tomás del Centro de Humanidades del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, por citar sólo dos. Una vez elaborados los textos –cuya dificultad estribaba precisamente no ya en qué incluir sino en qué eliminar- estos pasaban a manos del Doctor Lucena, investigador científico titular del CSIC, cuya peligrosa misión era evitar las inferencias y las anacronías históricas, además de contrastar los datos expuestos para evitar errores de juicio en la redacción. Una ingente labor que se completaba con la no menos de Pedro Páramo, enfrascado en la tarea de dar forma periodística a todos esos bloques de forma que, de alguna manera, aunque lejanos en el tiempo, aquellos hechos tuvieran una cercanía estructural. Mientras tanto se iban recogiendo datos para la elaboración de los mapas –un empeño justificado del gran impulsor de esta obra colectiva, Diego de Azqueta- con dificultades añadidas ya que los topónimos de la América del siglo XVI, por ejemplo, poco o nada tienen que ver con los actuales. Algunos han cambiado de nombre, otros están en lugares diferentes a sus emplazamientos originales y no pocos ya ni existen. Una vez aprobados los textos pasaban a manos de las editoras de Geoplaneta María García Freire y Marta García García para su corrección e inclusión en las maquetas. Pero el espacio era el espacio y seguía siendo un tirano, así que los textos eran nuevamente devueltos para ajustarlos milimétricamente al número exacto de caracteres por entrada.

El resultado aquí está. Fue duro. Tres teclados cayeron. Pero fue hermoso.

Luis Conde-Salazar Infiesta. Autor.

Artículo publicado en el Boletín de la Sociedad Geográfica Española en Diciembre de 2009.

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