lunes, 3 de mayo de 2010

Antonio de Montserrat, embajada en subida


Aventureros Españoles Olvidados

Goa (India portuguesa), 1579. A la ciudad, sede principal de la Compañía de Jesús en Asia, ha llegado una embajada del Gran Mogol, Akbar, que requiere de la presencia en Fatehpur Sikri, capital de su extenso reino del norte, de representantes de la fe católica para ser instruido en los evangelios. Equívocamente las autoridades religiosas convinieron que el monarca de esta dinastía deseaba convertirse y pronto nombraron una comitiva diplomática de respuesta compuesta por tres sacerdotes: Francisco Henríquez, un converso persa que haría las veces de traductor; Rodolfo Acquaviva, joven napolitano de noble familia; y Antonio de Montserrat, nacido en Vich (Barcelona) en 1536 y que llevaba ya cinco años en aquella parte del mundo, por la que siempre había mostrado especial interés desde su ordenación, fechada en Lisboa en 1561. Lo cierto es que Akbar se había inventado ya una especie de macedonia religiosa con base islámica y pedacitos de otras creencias. Pero le interesaban todos los credos y ver qué es lo que podía incluir de los demás en los postulados del suyo. Montserrat pronto se erigió como líder carismático del grupo debido a su vasta formación y a un especial don para tratar con grandes personajes. Tanto es así que en el transcurso del año que pasó en Fatehpur, ciudad a la que el grupo llegó tras una dura travesía por mar y tierra en la que el propio Montserrat cayó gravemente enfermo, se convirtió en hombre de confianza del dirigente, siéndole otorgada incluso la instrucción de su hijo, Murad. La paz de aquellas sosegadas conversaciones se vio interrumpida cuando Akbar preparó una expedición militar a Afganistán. Decidió que Montserrat le acompañara, y así lo hizo. Allí pudo comprobar el potencial guerrero de las tropas mogolas, sustentado por la fuerza de los miles de elefantes que llevaban consigo, a los que según el jesuita les daban de comer carne de tigre mezclada con su dieta vegetariana para volverlos más fieros. Durante la campaña, que se extendió durante todo el año de 1581, el catalán recorrió Pakistán, Cachemira, Delhi, el Punjab, parte del suelo afgano, la cordillera del Hindu Kush y la falda sur del Himalaya, manteniendo contacto con poblaciones tibetanas. Fruto de aquel viaje dejó dibujado el primer mapa de esas excelsas montañas, una pequeña joya cartográfica (de apenas 18x11 centímetros) que mantuvo su vigencia hasta siglos después por lo detallado y acertado en términos geográficos de sus descripciones, que incluían todo el subcontinente indio. Pero a Montserrat le esperaban otras aventuras. De regreso a Goa le fue encargada otra doble misión: viajar a Etiopía para establecer contacto con el rey de Abisinia y reconfortar a dos hermanos desasistidos y ancianos. A Montserrat le acompañaba un jovencísimo sacerdote madrileño, Pedro Páez, que con el tiempo descubriría las fuentes del Nilo Azul. Ambos se hicieron pasar por mercaderes armenios pero cuando llegaron a las costas del actual Omán por el Índico fueron denunciados por el patrón árabe del barco, hechos prisioneros y conducidos por el desierto, a pie tras una caravana de camellos, hasta Haymin, en el remoto interior de Yemen, residencia del sultán de Hadramaut. Siete años duró su cautiverio, entre idas y venidos por territorios inhóspitos jamás pisados antes por un europeo. Durante algunos meses del año de 1595 los dos jesuitas fueron encadenados en galeras en dos naves turcas con puerto en Mokka (Yemen). Al final se pagó por ellos un rescate y les fue devuelta la libertad. Montserrat volvió a Goa en 1596, pero sus maltrechos huesos estaban ya para pocos trotes. Murió en 1600 en la isla de Salsete, tras una larga agonía. Su obra escrita no fue descubierta hasta 1906, más de 300 años después de su fallecimiento.

Luis Conde-Salazar Infiesta

Artículo publicado en ABC el 28 de Julio de 2009

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