miércoles, 18 de agosto de 2010

Catalina de Erauso. Toda una mujer ¿o no?


“Estando en el año de noviciado, ya cerca del fin, se me ofreció una reyerta con una monja profesa llamada Doña Catalina de Alin que viuda entró y profesó, la cual era robusta y yo muchacha; me maltrató de manos, y yo lo sentí. A la noche del 18 de marzo de 1600, víspera de San José (...) salí del coro, tomé una luz, fuíme a la celda de mi tía; tomé allí unas tijeras e hilo, y una aguja; tomé unos reales de a ocho que allí estaban, tomé las llaves del convento y salí (...) a la calle sin haberla visto y sin saber por dónde echar ni adónde ir (...). Corté e híceme de una basquiña de paño azul unos calzones; de un faldellín verde, una ropilla y polainas (...). Cortéme el cabello y echélo por ahí”. La muchacha en cuestión era Catalina de Erauso, que llegaría a ser conocida con el tiempo como “La monja alférez”, una mujer de postín que pasó buena parte de su vida travestida de hombre y ejerciendo como tal, tanto en España como en América. Ella misma, o al menos eso se cree, escribió los hechos de su azarosa vida en un texto descubierto en 1784 y que llevaba por título “Historia de la Monja Alférez, Catalina de Erauso, escrita por ella misma”. Nacida en San Sebastián en 1592, un siglo justo después de que Colón pusiera sus pies en el Nuevo Mundo, la donostiarra además de novicia fue militar valiente, notable espadachina, peligrosa pendenciera, ladrona, reo de muerte, fugitiva de la justicia, viajera sin límites, arriera, comerciante, virgen y por poco mártir. Después de huir del convento en el que fue recluida a los cuatro años (salía más barata la dote de clausura que la del matrimonio concertado y su familia iba justita en lo económico) vagó un tiempo por el centro y el norte de España hasta que se embarcó en Pasajes rumbo a Sanlúcar de Barrameda, donde se enroló como grumete en una de las muchas embarcaciones que partían hacia la tierra de los sueños, América, un lugar en el que prosperar y pasar desapercibida con su atrezzo varonil. Aunque en un principio la idea de prosperar que la de Erauso tenía consistía en hacerse amiga de lo ajeno, como ocurrió en Panamá cuando robó al capitán de la nave que la había llevado al nuevo continente. Por supuesto salió por piernas y llegó a Perú, donde se colocó como “tendero” al tiempo que tomaba clases de esgrima y daba muestras de una especial habilidad para manejar la espada. Pero su condición de mujer travestida empezó a traerle problemas, por ejemplo cuando el amo para quien trabajaba pretendió casarla con su hija (sí, con su hija). Ante el temor a ser descubierta huyó de Saña y se trasladó, errante, hasta Trujillo, localidad en la que se le atribuyó un asesinato, motivo por el cual fue encarcelada hasta que sus explicaciones bastaron para que pudiera ver de nuevo la libertad. En Lima se alistó en el ejército que lucharía contra los araucanos en Chile e hizo llamarse Alonso Díaz Ramírez de Guzmán. Estaba hecha todo un hombre. Tanto que por sus méritos fue ascendida a alférez. Pasó cuatro años en servicio activo hasta que abandonó la disciplina castrense -posiblemente por las sospechas que empezaba a levantar- y tras un largo deambular llegó a La Paz después de haberse visto envuelta en numerosas reyertas, casi todas por juego, y en no pocos duelos. En la actual capital de Bolivia puso fin a la vida de un corregidor y fue capturada y condenada a muerte, aunque logró huir para recalar en Cuzco (Perú). Allí un desdichado intentó robarla. No sabía con quién se la jugaba, el pobre, que resultó finado. En Huancavélica fue descubierta y hecha prisionera y ante el asombro de todos contó su historia. Tras un examen demostró que era mujer y virgen y por esas cosas de la vida fue perdonada de sus crímenes. Tomó entonces el hábito de la orden de las clarisas y regresó a España en 1624. Pero ahí no acabó la cosa. Cuando intentaba llegar a Roma desde Barcelona para ganar el jubileo fue asaltada y quedó en la más absoluta de las miserias. Por suerte el marqués de Montes Claros la encontró mendigando, la recogió y se la presentó al mismísimo Felipe IV, quien abrumado ante el relato que salía de la boca de aquella mujer, le ofreció dinero para que pudiera llegar hasta la Ciudad Santa y cumplir su jubilar propósito. En Roma fue recibida por el Papa Urbano VIII, quien le dio bula para poder vestir de hombre para los restos. En 1630 regresó a América, en concreto a Nueva España (México), donde trabajaría como arriera. En 1635 moría, víctima de una enfermedad, en Cuitlaxtla, camino de Veracruz. Cuentan que en la última embarcación que la vio partir se enamoró de una dama hasta tal punto que casi termina batiéndose en duelo con el pretendiente de ésta. ¿Fábula? Puede que en parte, pero desde luego no en todo...


Artículo publicado en ABC el 18 de agosto de 2010

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