martes, 31 de agosto de 2010

José María de Murga. Un "moro" muy de Bilbao


A principios del siglo XIX el espía, viajero, político y escritor barcelonés Domingo Badía Leblich (1767-1818), más conocido como Alí Bey, comenzó un periplo por África que le llevó a Marruecos, Egipto, Arabia Saudí, Palestina, Siria y Turquía. Prácticamente la totalidad del camino la hizo disfrazado de árabe, falseando su identidad y escondiéndose tras una oportuna e ineludible careta. Pero así fue también como consiguió entrar en La Meca sin ser descubierto para convertirse en el primer europeo “moderno” que lograba tan arriesgada gesta. Si hubiera sido desenmascarado lo más seguro es que poco duraría su estancia en el reino de los vivos. Considerado como el fundador del orientalismo, Badía dejó una imborrable impronta en viajeros posteriores, que no dudaron en despojarse de sus prendas occidentales para vestirse con los atuendos propios del territorio que pisaban. Uno de esos aventureros fue el bilbaíno José María de Murga y Mugártegui (1827-1876), quien llegaría a definirse a sí mismo como el “moro vizcaíno”, un hombre que en su ansia por ser libre a la manera del Romanticismo que le tocó vivir, se deshizo de sus ataduras, tanto de las físicas como en parte de las morales, para introducirse en lo más profundo del Marruecos decimonónico, una tierra extraña, peligrosa, excitante y magnética. En 1863 cambió su castrense cabalgadura por la compañía de un burro, el uniforme de húsar por una chilaba de peregrino y un turbante, y el sable por un rústico cayado. Además se hizo llamar Mohamed el Bagdády. Durante cuatro años este antiguo militar de caballería que tomó parte como observador internacional en la Guerra de Crimea (1854-1856), que hablaba perfectamente el árabe -lo estudió en París- y que abandonó el Ejército tras veinte años de servicio activo por la frustración que le produjo no haber podido participar en la Guerra de África (1859-1860), se hizo pasar por renegado, practicó la mendicidad, se ganó la vida como taumaturgo (hacedor de milagros), sacamuelas y partero, fue vendedor ambulante e incluso en alguna ocasión simuló estar loco para no acabar preso. O tal vez muerto.

De Murga pertenecía a una importante familia linajuda, la de los Ayala, con amplia tradición política en la Diputación General de Vizcaya, aunque él escogió la carrera militar, lo que le permitió visitar Constantinopla (hoy Estambul), y engancharse al orientalismo, una moda del siglo XIX que dejó importantes testimonios literarios y no pocas aventuras desgraciadas, fruto muchas de ellas de esa vocación por superar el spleen, el término con el que los poetas franceses definían a la melancolía, hoy conocida como depresión. Con buen criterio pensó que tener conocimientos de medicina no le vendría mal para el viaje que desde hacía tiempo le rondaba por la sesera, así que marchó a Madrid y se doctoró en cirugía menor en la facultad de San Carlos. Luego regresó a Bilbao, firmó su propio testamento y tomó rumbo al sur, para cruzar el Estrecho, caer en Tánger e iniciar la que sería la aventura de su vida. Durante esos cuatro años tomó notas sobre costumbres, etnografía, geografía, historia y sobre todo aquello que le sirviera para contar lo vivido en lugares como Larache, Alcazarquivir, Mequinez, Fez, Salé, Rabat o Fedala. En 1867 estaba de regreso en España y comenzó a escribir su testimonio, que vería la luz en 1868 bajo el título de “Recuerdos marroquíes del moro vizcaíno”, un texto en el más puro estilo de los libros de viajes de su tiempo, en el que la gramática pasaba a un segundo plano, por ocupar el primero la experiencia acumulada. Tan sólo fueron publicados doscientos ejemplares, casi todos ellos regalados por el propio De Murga a amigos y conocidos de ambas orillas, pero especialmente de aquella. Durante años ejerció labor de diputado foral en Vizcaya. Pero Marruecos le seguía llamando con fuerza, a pesar de que su salud estaba bastante mermada por las inclemencias sufridas en su periplo, durante el cuál pasó hambre, sed, calor, frío, infecciones...

El caso es que en 1873 estaba de nuevo en Marruecos, dispuesto a comenzar un segundo viaje. Durante unos meses recorrió varias localidades, pero se vio obligado a regresar a España como consecuencia de unas malas fiebres contraídas. Tras una rehabilitación más que apresurada se decidió por emprender el que sería su tercer viaje. Llegó a Cádiz, pero su hígado dijo basta. Complicaciones hepáticas irremediables pusieron fin a la vida de este aventurero ilimitado, observador curioso y enamorado de lo exótico. Era 1876.

“La primera vez que, con tonada triste y monótona, oí esta mala copla (No vayas, si te juyes, onde los moros, qu´es tierra `e miseria y sa come a toos) de labios de un renegado, sospeché la amargura que debían encerrar tales palabras cuando salían de la boca de un hombre de su especie. Pero (...) estuve muy lejos de pensar llegase un día en el que aquella copla me sirviera para encabezar un mal pergeñado escrito en el que hubiera de ocuparme de la clase a que el cantor pertenecía”.



Luis Conde-Salazar Infiesta

jueves, 26 de agosto de 2010

Alfonso Graña: El rey gallego de los reductores de cabezas


Los Shuar, llamados por los españoles “Jíbaros” durante la Conquista, son una etnia que habita vastas extensiones de la selva amazónica, entre Perú y Ecuador. Formidables cazadores y valientes guerreros, especialmente los grupos aguaruna y huambisa, son conocidos en todo el mundo por una de sus ancestrales tradiciones, consistente en reducir las cabezas de sus enemigos muertos, una vez separadas del cuerpo a la altura de la clavícula, al tamaño de un puño. Lo hacen mediante una ceremonia en la que la piel de la testa es separada del cráneo y posteriormente hervida. Al resultado le llaman “tzantza”, nombre en torno al cual en los años sesenta del siglo XX se reunió un grupo de poetas violentos ecuatorianos que afirmaban que “había que reducir la cabeza de lo falsamente engrandecido”. Pues bien, durante aproximadamente doce años, de 1922 a 1934, aguarunas y huambisas tuvieron como apu (rey) a un español, gallego de la aldea orensana de Amiudal, analfabeto, aventurero, extremadamente delgado -casi podría decirse que algo enclenque-, de piel muy blanca, ojos de gato que escudriñaban tras unas gafas redondas y cabello rubio-rojizo. Se llamaba Alfonso (algunos piensan que Ildefonso) Graña, y había llegado a América en busca de lo que casi todos: fortuna. Por un tiempo, más o menos a partir de 1910, se dedicó a la recolección de caucho cerca de Iquitos (Perú), pero el negocio se precipitó al vacío con la introducción de estos árboles en las tierras del extremo Oriente, un lugar en el que crecían mucho más rápidamente y producían una mayor cantidad de látex. También fue buscador de oro y comerciante. En vista de la falta de perspectivas Graña decidió internarse en la selva y remontar el Alto Marañón (Amazonas). El gallego, dotado de una especial capacidad de resistencia y tenacidad a pesar de su aspecto raquítico se topó en su periplo con el jefe de una tribu y sus acólitos, que en un principio pensaron en poner fin a su vida. Pero por esos factores de suerte que suelen acompañar a algunos valientes, la hija de aquel “monarca” se quedó prendada de Graña y la cosa acabó en boda. Al poco su “suegro” murió y él fue coronado como rey, ejerciendo de tal por más de una década. Cerca de 5.000 eran sus súbditos, que lo veneraban casi como a una deidad, y no es de extrañar puesto que Graña les suministraba material y sistemas para, por ejemplo, multiplicar la obtención de la escasa sal. Pero el orensano no se olvidó de la civilización y dos veces al año sorteaba el peligrosísimo laberinto fluvial de remolinos y rápidos del Pongo de Manseriche en barcazas a las que siempre se negó a ir atado, como hacían los demás para no ser arrastrados por las duras corrientes. En Iquitos se presentaba con “sus” jíbaros, les llevaba al cine, les compraba helados, escuchaban juntos la radio, les vestía con fracs y sombreros de copa y para que conocieran la ciudad les montaba en el Ford descapotable de su amigo Cesáreo Mosquera, dueño de la librería Amigos del País y también conocido de Francisco Iglesias Brague, inspirador de una enorme expedición que se iba a llevar cabo por toda América pero que se frustró por el comienzo de la Guerra Civil española. Graña suministró a Iglesias Brague una buena colección de plantas locales con diferentes usos medicinales, remedios que años después fueron utilizados y explotados por la industria farmacéutica, especialmente estadounidense. Se convirtió en un hábil comerciante que no le hacía ascos al contrabando, y durante los días que pasaba en Iquitos vendía mercancías que traía de la selva, como monos, tortugas, pescados, venados... Pero sus actividades no paraban ahí: también guiaba expediciones por el interior de la selva, tanto científicas como comerciales en busca del cada vez más ansiado petróleo. En cierta ocasión llevó a cabo una hazaña que dejó con los ojos abiertos a más de uno. En 1933 tres hidroaviones de la Fuerza Aérea Peruana se vieron obligados a posarse sobre el río Nieva como consecuencia de una fuerte tormenta. Uno de ellos intentó despegar de nuevo, pero literalmente se estampó contra unos árboles. El piloto murió y el mecánico resultó herido. Graña, alertado por sus súbditos, informó de la tragedia a las autoridades de Iquitos. De regreso a sus territorios localizó el cuerpo del finado y lo embalsamó. Luego procedió a desmontar dos de los hidroaviones -el otro consiguió despegar con los supervivientes poco después del accidente- y los cargó en sendas barcazas, junto con el féretro. Lo que nadie se explica es cómo consiguió sortear el Pongo de Manseriche con semejante carga. Pero lo hizo y fue premiado por ello con una autorización permanente de las autoridades para seguir gobernando la (su) zona. Un año después de aquello murió en la selva, no se sabe con certeza de qué... Sus andanzas llegaron a oídos del escritor y periodista Víctor de la Serna, que en sus crónicas sobre la vida increíble y desmesurada de este hombre, lo bautizó como “Alfonso I, Rey de la Amazonía”.


Luis Conde-Salazar Infiesta
Artículo publicado en ABC el 25 de agosto de 2010


miércoles, 18 de agosto de 2010

Catalina de Erauso. Toda una mujer ¿o no?


“Estando en el año de noviciado, ya cerca del fin, se me ofreció una reyerta con una monja profesa llamada Doña Catalina de Alin que viuda entró y profesó, la cual era robusta y yo muchacha; me maltrató de manos, y yo lo sentí. A la noche del 18 de marzo de 1600, víspera de San José (...) salí del coro, tomé una luz, fuíme a la celda de mi tía; tomé allí unas tijeras e hilo, y una aguja; tomé unos reales de a ocho que allí estaban, tomé las llaves del convento y salí (...) a la calle sin haberla visto y sin saber por dónde echar ni adónde ir (...). Corté e híceme de una basquiña de paño azul unos calzones; de un faldellín verde, una ropilla y polainas (...). Cortéme el cabello y echélo por ahí”. La muchacha en cuestión era Catalina de Erauso, que llegaría a ser conocida con el tiempo como “La monja alférez”, una mujer de postín que pasó buena parte de su vida travestida de hombre y ejerciendo como tal, tanto en España como en América. Ella misma, o al menos eso se cree, escribió los hechos de su azarosa vida en un texto descubierto en 1784 y que llevaba por título “Historia de la Monja Alférez, Catalina de Erauso, escrita por ella misma”. Nacida en San Sebastián en 1592, un siglo justo después de que Colón pusiera sus pies en el Nuevo Mundo, la donostiarra además de novicia fue militar valiente, notable espadachina, peligrosa pendenciera, ladrona, reo de muerte, fugitiva de la justicia, viajera sin límites, arriera, comerciante, virgen y por poco mártir. Después de huir del convento en el que fue recluida a los cuatro años (salía más barata la dote de clausura que la del matrimonio concertado y su familia iba justita en lo económico) vagó un tiempo por el centro y el norte de España hasta que se embarcó en Pasajes rumbo a Sanlúcar de Barrameda, donde se enroló como grumete en una de las muchas embarcaciones que partían hacia la tierra de los sueños, América, un lugar en el que prosperar y pasar desapercibida con su atrezzo varonil. Aunque en un principio la idea de prosperar que la de Erauso tenía consistía en hacerse amiga de lo ajeno, como ocurrió en Panamá cuando robó al capitán de la nave que la había llevado al nuevo continente. Por supuesto salió por piernas y llegó a Perú, donde se colocó como “tendero” al tiempo que tomaba clases de esgrima y daba muestras de una especial habilidad para manejar la espada. Pero su condición de mujer travestida empezó a traerle problemas, por ejemplo cuando el amo para quien trabajaba pretendió casarla con su hija (sí, con su hija). Ante el temor a ser descubierta huyó de Saña y se trasladó, errante, hasta Trujillo, localidad en la que se le atribuyó un asesinato, motivo por el cual fue encarcelada hasta que sus explicaciones bastaron para que pudiera ver de nuevo la libertad. En Lima se alistó en el ejército que lucharía contra los araucanos en Chile e hizo llamarse Alonso Díaz Ramírez de Guzmán. Estaba hecha todo un hombre. Tanto que por sus méritos fue ascendida a alférez. Pasó cuatro años en servicio activo hasta que abandonó la disciplina castrense -posiblemente por las sospechas que empezaba a levantar- y tras un largo deambular llegó a La Paz después de haberse visto envuelta en numerosas reyertas, casi todas por juego, y en no pocos duelos. En la actual capital de Bolivia puso fin a la vida de un corregidor y fue capturada y condenada a muerte, aunque logró huir para recalar en Cuzco (Perú). Allí un desdichado intentó robarla. No sabía con quién se la jugaba, el pobre, que resultó finado. En Huancavélica fue descubierta y hecha prisionera y ante el asombro de todos contó su historia. Tras un examen demostró que era mujer y virgen y por esas cosas de la vida fue perdonada de sus crímenes. Tomó entonces el hábito de la orden de las clarisas y regresó a España en 1624. Pero ahí no acabó la cosa. Cuando intentaba llegar a Roma desde Barcelona para ganar el jubileo fue asaltada y quedó en la más absoluta de las miserias. Por suerte el marqués de Montes Claros la encontró mendigando, la recogió y se la presentó al mismísimo Felipe IV, quien abrumado ante el relato que salía de la boca de aquella mujer, le ofreció dinero para que pudiera llegar hasta la Ciudad Santa y cumplir su jubilar propósito. En Roma fue recibida por el Papa Urbano VIII, quien le dio bula para poder vestir de hombre para los restos. En 1630 regresó a América, en concreto a Nueva España (México), donde trabajaría como arriera. En 1635 moría, víctima de una enfermedad, en Cuitlaxtla, camino de Veracruz. Cuentan que en la última embarcación que la vio partir se enamoró de una dama hasta tal punto que casi termina batiéndose en duelo con el pretendiente de ésta. ¿Fábula? Puede que en parte, pero desde luego no en todo...


Artículo publicado en ABC el 18 de agosto de 2010